Por Dr. Laurence B. Brown
Descripción: Cómo la idolatría se infiltró en el Cristianismo. Parte 3: Cómo fue sofocado el esfuerzo del Emperador de Constantinopla, León III, de destruir imágenes. Paralelismos sorprendentes entre las enseñanzas del cristianismo y algunas civilizaciones antiguas.
En 726 d. C., a escasos diecinueve años del Concilio Trullano, el Emperador de Constantinopla, León III (también conocido como León el Isaurio, pero mejor conocido como León el Iconoclasta) comenzó a destruir imágenes dentro del círculo en expansión de su influencia. Thomas Hodgkin escribió:
Fue el contacto con el mahometismo lo que abrió los ojos de León y de los hombres cercanos al trono, eclesiásticos así como laicos, a las supersticiones degradantes e idólatras que se habían infiltrado en la Iglesia y se habían superpuesto a la vida de una religión que, en su proclamación de ser la más pura y espiritual, se había convertido rápidamente en una de las más supersticiosas y materialistas que el mundo jamás haya visto. Reduciendo al comienzo cualquier representación en todo tipo de objetos visibles, permitiéndose luego el uso de emblemas hermosos y patéticos (como el Buen Pastor), en el siglo IV la Iglesia cristiana trató de instruir a los conversos, que gracias a su victoria bajo Constantino le llegaron por millares, utilizando representaciones, en las paredes de las iglesias, de los eventos más sobresalientes de la historia de las escrituras. De ahí, la transición a las pinturas especialmente reverenciadas de Cristo, la Virgen María y los santos fue natural y fácil. El culmen del absurdo y la blasfemia, la representación del Hacedor Todopoderoso del universo como un anciano barbudo flotando en el espacio, aún no había sido perpetrado, ni se llegó a tal atrevimiento hasta que la raza humana había dado varios pasos descendiendo hacia la oscuridad del Medioevo, pero ya se había hecho suficiente para mostrar hacia qué estado se dirigía la Iglesia, y para darle razón al sarcasmo de los seguidores del Profeta cuando estos lanzaron el epíteto de “idólatras” a las poblaciones cobardes y serviles de Egipto y Siria[1].
La ironía de la transición del emperador León de obtener la victoria sobre los sarracenos en Europa del Este a León el Iconoclasta es ineludible. Después de derrotar a los musulmanes, él adoptó su campaña para abolir la idolatría. En cualquier caso, el Papa Gregorio II intentó amortiguar el entusiasmo de León con el siguiente consejo:
“¿Acaso ignoras que los papas son el vínculo de unión, los mediadores de paz entre Oriente y Occidente? Los ojos de las naciones están fijos en nuestra humildad, y ellos reverencian, como a un dios en la Tierra, al apóstol San Pedro, cuya imagen intentas destruir… Abandona tu empresa explosiva y fatal; reflexiona, tiembla y arrepiéntete. Si persistes, somos inocentes de la sangre que será derramada en la contienda; puede que caiga sobre tu propia cabeza”[2].
Como afirmó George Bernard Shaw en el prefacio de su obra Santa Juana: “Las iglesias deben aprender humildad así como la enseñan”[3]. Sin duda, la persona que grita: “Mira lo humilde que soy, ¿no afirmarás que soy la persona más humilde que jamás hayas visto?”, al instante queda descalificada. Más al punto, el Papa que aprobó las imágenes afirmando a la vez: “Pero, por la estatua del propio San Pedro, la que todos los reinos de Occidente estiman como un dios en la tierra, que Occidente entero tomará una venganza terrible”[4], debería percibir una inconsistencia teológica colosal. Quién es el que debería “reflexionar, temblar y arrepentirse” debe ser absolutamente obvio.
Que el Papa Gregorio II y sus seguidores estaban dispuestos a librar una guerra en defensa de sus imágenes, es testimonio del valor extraordinariamente elevado que ponían sobre esas imágenes (es decir, la altísima importancia y trascendencia que tenían las imágenes para ellos). Y, de hecho, derramaron tanta sangre que la derrota del ejército de León en Ravena tiñó de rojo las aguas del río Po. El río quedó contaminado de tal modo, que “durante seis años, el prejuicio público los abstuvo de pescar en el río…”[5].
Cuando se convocó el Quinto Concilio de Constantinopla en 754 d. C., la iglesia romana organizó un boicot (de no asistencia) debido a la disconformidad de la iglesia griega con sus enseñanzas o, al menos, esa fue la excusa que ofrecieron. Un escenario más plausible, quizás, fue que los católicos reconocieron su incapacidad de defender una práctica que estaba condenada en las escrituras por el Dios Todopoderoso que afirmaban adorar.
Sin embargo, el Quinto Concilio de Constantinopla se reunió sin ellos, y después de una deliberación seria de seis meses, los trescientos treinta y ocho obispos se pronunciaron y suscribieron un decreto unánime de que todos los símbolos visibles de Cristo, excepto en la Eucaristía, eran blasfemos o heréticos; que la adoración de imágenes era una corrupción del cristianismo y una renovación del paganismo, que todos esos monumentos a la idolatría debían ser rotos o borrados, y que quienes se rehusaran a entregar los objetos de su superstición privada, serían culpables de desobediencia a la autoridad de la Iglesia y del emperador[6].
El hecho de que dicho concilio exentó a la Eucaristía de la asociación con el paganismo es particularmente curioso para quienes conocen los antiguos ritos y ceremonias persas y egipcios: los persas utilizaban agua consagrada y pan en el antiguo culto de Mitras[7]. Como subrayó T. W. Doane en su estudio de 1971Mitos bíblicos y sus paralelos en otras religiones:
Es en la religión antigua de Persia —la religión de Mitra, el Mediador, el Redentor y Salvador— que hallamos la semejanza más cercana al sacramento de los cristianos, y del que evidentemente deriva. Quienes eran iniciados en los misterios de Mitra, o se hacían miembros, tomaban el sacramento del pan y el vino…
Ellos llamaban a esa comida Eucaristía, de la que nadie podía participar excepto las personas que creían que las cosas que ellos enseñaban eran ciertas, y que habían sido lavados en el lavamiento para la remisión de los pecados. Tertuliano, converso al cristianismo en 197 d. C. y uno de los padres de la Iglesia, también habló de los devotos a Mitra celebrando la Eucaristía.
La Eucaristía del Señor y Salvador, como los magi llamaban a Mitra, la segunda persona de su Trinidad, o su sacrificio eucarístico, siempre se llevó a cabo exactamente en todo aspecto de forma idéntica a como la realizan los cristianos ortodoxos, pues ambos utilizaban a veces agua en lugar de vino, o una mezcla de los dos[8].
El culto de Osiris (el antiguo dios egipcio de la vida, la muerte y la fertilidad) ofrecía el mismo encanto de una salvación fácil como el del concepto paulino de la salvación a través del sacrificio expiatorio de Jesús. “El secreto de esa popularidad era que él [Osiris] había vivido en la Tierra como benefactor, muerto para bien de la humanidad, y vivió de nuevo como amigo y juez”[9]. Los antiguos egipcios conmemoraban el nacimiento de Osiris con una cuna y luces, y anualmente celebraban su supuesta resurrección. Ellos también conmemoraban su muerte comiendo pan sagrado que había sido consagrado por sus sacerdotes. Ellos creían que esta consagración transformaba al pan en la carne verdadera de Osiris[10]. Si todo esto suena familiar, debe ser porque, como comenta James Bonwick, “así como se reconoce que el pan después del rito sacerdotal se convierte místicamente en el cuerpo de Cristo, así mismo los hombres del Nilo declaraban que su pan, después del rito sacerdotal, se convertía místicamente en el cuerpo de Isis o de Osiris; de tal forma, ellos se comían a su dios”[11].
Por otro lado, como escribe Bonwick:
Los pasteles de Isis eran, como los pasteles de Osiris, de forma redonda. Eran colocados sobre el altar. Gliddon escribe que eran “idénticos en forma al pastel consagrado de las iglesias romana y orientales”. Melville asegura que “los egipcios marcaban este pan consagrado con la cruz de San Andrés”. El pan de la Presenciaera cortado antes de ser distribuido por los sacerdotes a la gente, y se suponía que se convertía en la carne y la sangre de su deidad. El milagro obraba por la mano del sacerdote que oficiaba, quien bendecía la comida[12].
De modo similar, los antiguos budistas ofrecían un sacramento de pan y vino, los hindúes una Eucaristía de jugo de soma (extracto de una planta intoxicante[13]), y los antiguos griegos un sacramento de pan y vino en tributo a Deméter (alias Ceres, su diosa del maíz) y Dionisio (alias Baco, su dios del vino). De este modo, ellos comían y bebían la carne y la sangre de sus dioses[14].